26 de Noviembre de 2024
 

A 30 años de su muerte, Cortázar sin grandes homenajes en Argentina

BUENOS AIRES.— Dicen que Julio Cortázar murió en París aquel 12 de febrero de 1984 con los zapatos puestos. Nadie alega haber sido testigo de semejante detalle. Ni su ex esposa y amiga entrañable, Aurora Bernárdez, la única testigo del momento final del que fuera el escritor argentino más versátil y transformador y, por qué no, uno de los más queridos en toda América Latina. Nadie logró corroborarlo, pero aquel día en el gélido París, Cortázar tenía los zapatos puestos.

Llevaba viviendo en la capital francesa desde 1951, cuando agobiado por las formas de un peronismo que lo invadía todo, había llegado a la conclusión de que en esta, su ciudad —a pesar de haber nacido en Bruselas 37 años antes—, la que siempre había despertado en él su deseo más grande, se sentía asfixiado. Aquí había traducido ya a André Gide y a Chesterton y en colaboración a Edgar Alan Poe, ya había escrito su memorable crítica sobre Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal y su célebre Casa Tomada, ya había publicado el volumen de cuentos La otra orilla, su novela, (la primera de todas), Divertimento, y El Examen, publicada tras su deceso pero que permite percibir al Cortázar que vendrá una década después en términos literarios y avizorar, con mayor notoriedad, las razones del por qué decidió abandonar su país y su ciudad, a la que le dedicó la mayor parte de su obra.

Se había agotado de las formas peronistas, de los desvíos que manifestaba entonces el país, el que siempre iba a analizar y criticar en cartas o en público, pero necesitaba más seguir viviendo en el estado que mejor le sentaba a su gigantesca humanidad. El estado literario.

Había regresado de una estadía en la ciudad de Mendoza como profesor universitario en 1946 con la intención de vivir aquí “para siempre”. Pero con el correr de los años, esa ciudad que él solía devorarse paseando por barrios perdidos, en veladas boxísticas y noches de jazz o tertulias literarias, la que le permitió codearse con Borges o Victoria Ocampo y admirar a Ramón Gómez De la Serna o devenir amigo de Francisco Ayala, se fue convirtiendo en lo que el rebautizó “Peronlandía”, desde que el peronismo irrumpiera en la esfera política en 1945. Por eso y por un europeísmo que llegó a entender como “lógico”, ya que había nacido allí, por azares familiares, Cortázar ya prometía desde sus primeros días en París quedarse allí “de por vida”.

A veces más, a veces menos, el autor de Todos los fuegos, el fuego siempre se vio obligado a explicar el por qué de esa decisión, en entrevistas o en cada uno de sus seis viajes de visita al país. Aún hoy aparecen voces que le critican el haberse chapoteado en la embarrada historia argentina de esos años, sino a la prudente distancia de su apartamento de la Rue Martel. Lo explicó en todos los tonos y maneras posibles. “Nos molestaban mucho los altoparlartes gritando en las esquinas Perón, Perón que grande sos. Porque se intercambiaban con el último concierto de Alban Berg que estábamos escuchando...” Fue décadas después, revolución Cubana mediante, cuando Cortázar revisara su antiperonismo de entonces pero no esa ambivalencia que desde 1946 había comenzado a sentir por esa ciudad a la que narró, reinventó y recorrió literariamente como nadie.

“Yo no me considero una persona que escribe en español. Yo escribo en argentino y, por qué no, en porteño”, repetía. Y algunos de sus relatos lo corroboran: “Torito” o “Segundo viaje”.

Ciertos sectores políticos y algunos círculos literarios no le perdonaron esa distancia ni sus posturas de entonces, ni las herramientas con las que se ayudaba para escribir. El humor a prueba de todo y un genio que lo llevaba del tango a la plástica, del jazz al tango y los arrabales bonaerenses como Banfield a la estación Etinne Marcel. Aun cuando entre 1976 y 1983 combatió con fervor militante a la dictadura militar denunciando las violaciones de derechos humanos y recibiendo en París a los refugiados políticos. “Lean mis libros y verán que son muy argentinos....”, “en mis libros encontrarán que tal vez no me haya ido nunca de Buenos Aires...”, había llegado a defenderse. Y en sus libros y en sus cartas están los rasgos de lo que fue su literatura y su vida cotidiana. También en sus personajes como Horacio Oliveira y Manolo Traveler, el “Del lado de allá” y el “Del lado de Acá” de ese libro que aún antes de publicarse —y más convencido de su obra que por un acto de fanfarronería ajena a su sencillez extrema— ya le había advertido a su editor y amigo Francisco “Paco" Porrúa” (el responsable de publicar Cien años de Soledad por primera vez), “será como una bomba de neutrones para la literatura latinoamericana”. Esa bomba era Rayuela (1963).

Cortázar vivía en París pero escribía en Buenos Aires. No faltan ensayos ni investigaciones literarias al respecto, pero hay una carta que en 1953 le escribe a su amigo Eduardo Jonquieres y que Diego Tomasi rescata en su libro Cortázar por Buenos Aires, Buenos Aires por Cortázar, en la que, una década antes de la publicación de Rayuela, ya brindaba pistas del por qué debía estar de los dos lados. En “El de acá” y en “El de allá”.

“Es asombroso advertir cómo una cadena de decisiones puede modificar una vida y su circunstancia. Por lo menos la circunstancia de modo tan radical. ¿Soy yo aquel que traducía pasaportes en la oficina de la Calle San Martín. ¿No estará todavía traduciendo? Deberías ir a ver”.

Ya no existe ni el café Richmond de Florida, donde conoció a Aurora, ni la London, donde pasaba sus horas en tertulias, pero si esa oficina en San Martín 424 segundo piso 17. Por allí pasaba Cortázar para certificar si su parte porteña estaba allí, en cada una de sus visitas a Buenos Aires, previas a aquel último que inició aquí el 30 de octubre de 1983, en plena efervescencia por la recuperación de la democracia.

Cada vez que venía se ocupaba de desmentir y contradecir a sus informantes, amigos y contactos que le escribían o le contaban en París que Buenos Aires estaba muy cambiado. “Yo la encuentro siempre igual”.

A diferencia de los primeros viajes, cuando se aburría o lo abrumaba la situación social y política, en los últimos disfrutaba ser un escritor popular. Le encantaba que los voceadores lo reconocieran en la calle y que las señoras lo saludaran y le dijeran que lo había leído, pero el país le dolía cada vez más, como dejó testimonio en innumerables cartas luego de cada una de sus visitas.

Si bien en 1973, luego del triunfo del peronismo proscripto durante 18 años, Cortázar presentó El libro de Manuel (el texto más abiertamente político de toda su obra) en medio de cierto hostigamiento por su condición de antiperonista y por vivir en París, logró revisar sus posiciones políticas, en parte gracias a su adhesión a la Revolución Cubana, y sentar las claves de su relación con “la mujer de su vida...”.

“Hubo un tiempo en que Buenos Aires y yo dejamos de ser amigos. Como cuando uno se pelea con una mujer, a pesar de lo cual la sigue queriendo. Para mí, las ciudades son siempre mujeres. Mi relación con ellas ha sido siempre la de un hombre con una mujer... Buenos Aires es, de alguna manera, la mujer de mi vida. Esa que queda ahí a pesar de todo, y... digamos, París es la gran amante...”. A esa mujer volvió para despedirse 10 años después. Aquel 30 de octubre, a escasos 10 días de la asunción de Raúl Alfonsín.

Cortázar enfermo llegaba en el mismo vuelo que un reconocido dirigente sindical, Casildo Herreras. En el aeropuerto, un nubarrón de periodistas lo obviaron casi por completo. Todos esperaban al sindicalista.

Unos días después, en improvisada rueda de prensa volvería a repetir que significaba Buenos Aires para él. “Es como si no me hubiese ido. Yo llevo a Buenos Aires puesto como otros llevan puestos sus zapatos y lo paseo conmigo en cualquier lugar...”.

Fueron días muy agitados para su ya frágil humanidad. Convivió con su hermana y madre, con amigos y recorrió todo lo posible los rincones que solía frecuentar el Del lado de Acá. Pero el inminente gobierno de Raúl Alfonsín le tenía reservado un desplante. Nunca lo recibieron. Como si su influencia y su poder de innovación fueran un pecado para un escritor. No esperó a la posesión presidencial. Se fue el 7 diciembre con la promesa de regresar en marzo para quedarse dos meses. No fue posible, como tampoco fue posible ahora, 30 años después, cuando se conmemoran 100 años de su nacimiento, que exista “Un año cortazariano” o un homenaje a la altura de su obra y de una sencillez y don de gente que en este país y por estos días representaría un acto revolucionario, como lo fue en su momento Rayuela.

En aquel último viaje, como ahora, lo homenajearon y lo siguen homenajeando sus lectores, que lo siguen sintiendo próximo, cercano, “Del lado de Acá”. Entendieron el mensaje oculto en sus relatos y hasta siguieron al pie de la letra aquella última recomendación aquel 7 de diciembre, al pie del avión: “Lean mis libros y verán si soy argentino o no”. Por eso, aunque no hayan sido testigos, tienen la certeza de que Julio murió con los zapatos puestos.


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