“Despojado de mundo, pero revestido de cielo; el rociado verbo cruza el umbral de la muerte y se presenta ante Dios, deseoso de ser embellecido, por la voz perenne del verso”.
El clima espiritual de noviembre, con la comunión de los santos y el recuerdo a nuestros predecesores, nos insta a digerir y nos invita a dirigir la mirada al cielo, meta de nuestra peregrinación por aquí abajo. En estos días, las gentes suelen adentrarse en la soledad de los cementerios, donde descansan los restos mortales de sus familiares, para enraizarse de aromas y repensar sobre sus propios vínculos, a través de los sueños y de la liturgia del espectro compungido, en plegaria conjunta con los abecedarios del silencio. Hoy más que nunca, todos estamos hambrientos de una invocación común de concordia, de paz para quien ha vivido, de quietud para quien vive y de armonía para quien vivirá. Quizás estemos cansados, necesitados de esperanza y consuelo, con fuertes deseos de unirnos a un mundo sin tantas fronteras ni frentes. Desde luego, no hay mejor sanación, que una inmersión consigo mismo.
Nuestras energías están profundamente unidas entre sí, hasta el extremo que el bien y el mal que cada uno realiza, también afecta siempre a los demás. Cada cual tiene que empezar por quererse y por querer a sus análogos con el entorno. Así, la petición de un ser en camino puede ayudar a otro ser que ya no es, pero que se está elevando con la caricia angelical; todo un cúmulo de místicas emociones que nos enternecen y eternizan. Sin duda, en esta solemnidad de todos los santos, nuestro corazón se torna lírica, superando los confines mundanos, del tiempo y del espacio, que se ensanchan con las dimensiones celestes. Allá donde anida la fuerza de la cruz, germina el regocijo divino; la luminaria esclareciendo la oscuridad, con la profunda ilusión de volvernos a reencontrar un día todos juntos, formando y conformando ese poema perfecto de comunión gloriosa y gratitud al Creador.
Lo importante radica en no endiosarse de mundo, en dar continuidad a la asamblea de los humildes, en recorrer nuestros rincones traspasados por el albor, sin caer en el abismo de la nada; sobre todo, porque sentimos, que la estima requiere y reclama permanencia. En efecto, no se puede aceptar que la muerte lo destruya todo en un instante. Por consiguiente, el llanto debido a la separación terrenal no ha de prevalecer sobre la certeza de la estrofa que somos, momento pleno de satisfacción. En los vivientes virtuosos vemos la victoria del amor sobre el egoísmo y sobre la muerte; y, en los camposantos, vivimos que sólo la fe en la vida eterna nos hace amar con alegría la historia y el presente. Despojado de mundo, pero revestido de cielo; el rociado verbo cruza el umbral de la muerte y se presenta ante Dios, deseoso de ser embellecido, por la voz perenne del verso.
¡Radiante aquel, a quien las alturas dieron un pedazo de pan, no dejándole caer en sus miserias, apartándole del mal! Ciertamente, cuando la bóveda celeste se vacía de divinidad, el planeta se llena de fetiches. En consecuencia, debemos repensar sobre este tiempo, que nos recuerda que nunca estamos solos, que formamos parte de una compañía espiritual en la que reina una profunda corriente solidaria. No podemos encerrarnos, pues, tenemos que avanzar y no rendirnos. Mientras hay aliento, tiene que haber ilusión. Dejemos que la imaginación nos ascienda y protejámonos de los vendavales. Desde luego, para comenzar a reconquistar firmamento, tenemos que clarificar conceptos; y, aunque se han producido avances, la red mundial de áreas protegidas debe ampliarse en un 12,4% en tierra y un 21,6 % en el océano en los próximos seis años, según un informe de la agencia de medio ambiente.
Hay que agrandar espacios níveos. Quitémonos de los escombros que nos mortifican y unámonos a un sentimiento que se vuelva servicio comunitario, antes de que se nos acabe el tránsito. Aún así nos queda la confianza, el don etéreo que nos atrae hacia la savia mística, sabiendo que el ancla está ahí, ofreciéndonos abrazar el edén. También la crónica de los que han fenecido perdura en la memoria de los vivos y, como hijos que somos del apego omnipotente, nuestro peregrinaje no se circunda a estas bajuras; de hecho, todos los estados de vida pueden llegar a ser, con la perseverancia de cada uno, caminos del auténtico hallazgo y llamada. Ahora bien, el bienestar material que hemos logrado los seres humanos, no puede mortificar la naturaleza. Respetemos, entonces, su estado natural a golpe de poesía, nunca de poder.