El 2 de julio del año 2001, la humanidad le otorgó un nombre y una fecha al misterio: Día Internacional del OVNI. No se trató de una broma ni de una extravagancia de conspiradores, sino de un acto simbólico que reconocía algo más grande: que mirar al cielo ha sido, desde el origen, un gesto profundamente humano.
Porque no hay civilización sobre la Tierra que no haya dirigido su mirada hacia las estrellas en busca de sentido, compañía o revelación. Y tampoco hay época en la que los cielos no hayan respondido con algo: luces, símbolos, presencias, preguntas, en ese diálogo silente entre el hombre y el firmamento, se esconde tal vez la historia más antigua de todas.
Todo comenzó —en la versión moderna del mito— con Roswell en 1947. Pero la historia real es más vieja que los radares, está escrita en los glifos mayas, en las historias de los wixárikas, en los petroglifos andinos, en los poemas de los toltecas que hablaban de “las casas de los que vienen del sol”. México ha sido tierra de contacto, tierra de misterio, tierra de portales abiertos. No hay montaña, volcán o desierto que no haya sido testigo de una aparición, no hay anciano en un pueblo que no conozca a alguien que haya “visto algo”.
Pero el fenómeno OVNI no se trata de luces que cruzan el cielo, sino de lo que despiertan aquí abajo.
No es una historia de objetos: es una historia de conciencia.
No habla solo de ellos, sino también —y sobre todo— de nosotros.
En una época donde la humanidad parece haberlo visto todo, donde las noticias ya no conmueven, donde la tecnología se ha vuelto tan ordinaria como el pan, los OVNIs siguen representando lo extraordinario. Nos recuerdan que aún no lo sabemos todo, que no lo controlamos todo. Que seguimos siendo aprendices.
En el fondo, el fenómeno OVNI nos recuerda que el universo no está cerrado, y que la vida tampoco lo está, que hay otras formas de inteligencia, quizá más sabias, quizá más compasivas, que, si el cielo guarda secretos, también guarda promesas.
Y quizá, solo quizá, la gran revelación no será que “ellos están aquí”, sino que nosotros siempre hemos estado acompañados, que hay algo allá afuera esperando a que dejemos de temer y empecemos a comprender, que hay un futuro donde el encuentro no será una amenaza, sino un despertar.
Este 2 de julio no es solo una fecha para mirar hacia arriba, sino para mirar hacia dentro, para preguntarnos quiénes somos en este cosmos infinito y si estamos listos, por fin, para escuchar lo que el cielo lleva siglos intentando decirnos.
Porque el cielo no está en silencio.
El silencio somos nosotros.