El pueblo de Dolores duerme bajo un cielo que parece contener un secreto demasiado grande para los hombres, las campanas, aún mudas, parecen sostener la respiración del tiempo, entre los jacales de adobe, un murmullo invisible se escurre como brisa helada, y sólo los perros levantan la cabeza, gimiendo hacia una sombra que no pertenece a la tierra.
En la plazuela, mientras los insurgentes se reúnen en susurros, alguien más camina sin hacer ruido, es alto, delgado, con ojos que parecen espejos de obsidiana. Nadie lo ve, o quizá lo confunden con un viajero perdido en la niebla, viste de manera extraña, con una capa que parece hecha de la misma noche, y en su andar hay algo que no roza el suelo.
Frente a la parroquia, Hidalgo enciende una vela y la coloca sobre la mesa donde descansa el estandarte de la Virgen, su voz grave se oye como un eco antiguo:
—“Hermanos, el tiempo se ha cumplido, hoy despertaremos al gigante dormido que es este pueblo.”
Allende, con gesto severo, responde:
—“Que no nos tiemble la mano, si la muerte ha de venir, que nos encuentre de pie.”
El Alien los observa en silencio, oculto en un rincón donde la sombra se confunde con él mismo, no entiende del todo sus palabras, pero capta el pulso que late en ellas: la fe, la rabia, la esperanza y por un instante, su rostro que no es de este mundo se ilumina con una emoción que jamás había conocido.
En la taberna, doña Josefa murmura con fervor:
—“Que la libertad se oiga como trueno, que retumbe hasta en los huesos de los virreyes.”
El Alien inclina la cabeza, como si esas palabras fueran llaves que abren puertas invisibles, ha cruzado galaxias para observar a los hombres, y sin embargo, aquí, en un rincón polvoriento de la Nueva España, percibe una fuerza que excede cualquier estrella: el deseo humano de ser libres.
Una anciana lo mira de reojo en la penumbra, y susurra como quien reza:
—“Tú no eres de aquí. Pero los dioses también mandan emisarios cuando el mundo va a cambiar.”
Él no responde, sólo deja que la noche lo envuelva, mientras las campanas aguardan el grito, el aire pesa, como si el universo entero inclinara su oído hacia Dolores y el Alien, aún sin nombre, aún sin patria, siente que algo irrepetible está a punto de nacer.
La madrugada del 16 de septiembre no llegó como las otras: vino ardiendo, con el viento quebrando las hojas de los mezquites, con el aire oloroso a pólvora antes de que la pólvora existiera, el cielo mismo parecía inclinarse, como si las estrellas se agitaran para mirar el instante en que los hombres se atreverían a retar al imperio.
Las campanas de la parroquia comenzaron a sonar con violencia, no como un simple llamado, sino como si desgarraran un velo invisible entre mundos, el bronce vibraba y cada campanada abría un eco que cruzaba el valle, despertando a los durmientes, arrancando a las almas de su letargo colonial.
—“¡Viva la Virgen de Guadalupe! ¡Muera el mal gobierno!” —tronó Hidalgo, y su voz no parecía sólo humana, era un trueno, un rugido, un incendio que se propagaba de boca en boca, de corazón en corazón.
El Alien estaba ahí, entre la multitud, sin ser notado, sus ojos de obsidiana reflejaban el fuego de las antorchas, los rostros endurecidos de los campesinos, las lágrimas de las mujeres que entregaban a sus hijos a la causa y en su pecho —que nunca había sentido nada— algo se estremecía como un relámpago atrapado.
Allende, con la espada desenvainada, gritaba:
—“¡Hoy comienza la historia de los libres! ¡Hoy se enciende la llama que ningún imperio apagará!”
El Alien dio un paso al frente, como si quisiera hablar, pero la marea humana lo arrastró y entonces lo vio: a un niño descalzo, de unos diez años, con un machete más grande que sus brazos, el niño miraba a Hidalgo con un fervor que ninguna galaxia podría contener.
—“¿Y si morimos, padre Hidalgo?” —preguntó una voz entre la multitud.
Hidalgo levantó el estandarte y respondió con una calma que partía el alma:
—“Entonces habremos vivido en verdad.”
El Alien escuchó esas palabras y sintió que lo atravesaban como un filo de obsidiana, no entendía por qué los hombres, frágiles, finitos, estaban dispuestos a ofrendarse enteros por una idea, en su mundo no existía el sacrificio, ni la patria, ni ese fuego que quema incluso hasta el más frío e insensible.
Las campanas seguían sonando, pero para él eran otra cosa: parecían traducirse en su mente como un mensaje universal, un anuncio que decía: “Aquí comienza la eternidad de los mortales.”
El polvo, el sudor, el olor a miedo y a esperanza lo envolvieron, el Alien quiso cerrar los ojos, pero no pudo: estaba condenado a mirar cómo un pueblo entero dejaba de ser súbdito para volverse destino.
Y en el fondo de su garganta —seca, metálica, que nunca había pronunciado plegarias— brotó un sonido desconocido, casi un suspiro.
Había presenciado eclipses dobles, tormentas de gas en nebulosas lejanas, la danza de estrellas moribundas pero jamás había visto nada tan cruel y tan bello como los hombres de Dolores decidiendo ser libres.
La historia avanzó como un río de sangre, el grito se había convertido en pólvora, y la pólvora en ceniza, los ejércitos improvisados fueron vencidos una y otra vez, y los hombres que habían hecho vibrar la campana con el fuego de la libertad terminaron en calabozos húmedos, con los pies descalzos y las manos atadas.
El Alien seguía allí, no marchaba en filas, no cargaba fusil, no sufría hambre ni fiebre, era un testigo inmortal en medio de mortales que se consumían como velas en la tormenta.
En Chihuahua, las piedras del presidio parecían llorar humedad. Hidalgo, que ya lucía viejo y encorvado, esperaba la ejecución. Allende, con los ojos vacíos, repasaba en silencio los nombres de sus hijos, Aldama rezaba, Jiménez mordía los labios como si aún se negara a callar.
El Alien entró en la celda, nadie lo detuvo: los guardias no lo vieron, o quizá lo confundieron con un fantasma, sus pasos no hacían ruido, el aire se estremeció cuando se detuvo frente a Hidalgo.
—Padre —dijo el Alien, y su voz, metálica y honda, no parecía venir de su garganta sino de las campanas de Dolores, lejanas y eternas.
Hidalgo alzó la mirada, por un instante, no vio a un hombre, sino a un espejismo imposible: ojos de obsidiana que reflejaban constelaciones, piel con el brillo apagado de los metales, un rostro que no era de este mundo.
—¿Quién eres? —preguntó el cura, sin asombro, como si toda su vida hubiera esperado este encuentro.
—Soy el que no muere —respondió el Alien—. El que ha visto caer estrellas, colapsar soles, extinguirse civilizaciones, he viajado por mundos donde no existen cadenas ni patrias, y sin embargo, nunca he visto nada como ustedes.
Hidalgo sonrió débilmente.
—Nosotros somos frágiles, morimos pronto, eso nos obliga a dar sentido a cada instante, tal vez por eso luchamos.
El Alien inclinó la cabeza.
—Van a matarte. Mañana. Te colgarán y pondrán tu cabeza en una jaula para que nadie vuelva a soñar. ¿Por qué no tiemblas?
Hidalgo cerró los ojos.
—Porque ya somos sueño, los cuerpos se rompen, pero las campanas siguen sonando, la libertad no necesita de mi carne, sólo de la voz que ya lanzamos al viento.
El silencio se quebró con un sollozo. El Alien llevó la mano a su rostro y, sin entenderlo, sintió un líquido tibio desbordar de sus ojos: una lágrima. Su primera lágrima.
—En mi mundo no lloramos —susurró—. Somos eternos, pero nunca hemos sentido lo que ustedes llaman esperanza.
Hidalgo lo miró con ternura, como un padre que bendice a un hijo perdido.
—Entonces guarda esa lágrima. Será tu patria.
Al día siguiente, los fusiles apuntaron, el sol nacía lento sobre Chihuahua, indiferente, el Alien estaba entre la multitud, invisible y presente, cuando las descargas retumbaron, las cabezas fueron separadas, expuestas como advertencia, los cuerpos yacían como raíces arrancadas.
Y sin embargo, en ese instante terrible, el Alien comprendió algo que ni las galaxias infinitas le habían enseñado: que los mortales, al aceptar su muerte, se vuelven eternos.
La campana de Dolores volvió a sonar en su memoria, y entendió el mensaje oculto que llevaba siglos buscando: la libertad no está en vivir para siempre, sino en morir sabiendo que tu voz quedará resonando en los demás.
El extranjero se alejó caminando por la polvareda del norte y mientras dejaba atrás la jaula con la cabeza de Hidalgo, en su rostro caía una lágrima tras otra, como si por fin hubiera descubierto el peso de ser humano.