Ninguna sociedad democrática debiera aceptar que se violen los derechos humanos con pretexto de combatir a la criminalidad, aun la que es violenta.
Las violaciones a los derechos humanos por parte de las corporaciones de seguridad sólo complican las tareas de procuración de justicia, de por sí llenas de dificultades y retos.
Cuando quien procura la justicia quebranta la ley, lo que resulta es un ataque a la dignidad humana, al Estado de derecho y a todas las instituciones.
Una tarea policiaca eficiente es la que se convierte en la primera línea de defensa de los derechos humanos. Y se realiza de una manera que no depende de infundir miedo o aplicar la fuerza bruta. Se funda en el profesionalismo, el honor y el respeto a la legalidad.
Tales son los principios que se desprenden de la Declaración de Viena sobre Derechos Humanos, adoptada por México y otros 170 Estados miembros de la Organización de las Naciones Unidas en 1993.
México ha dado muestras de querer un mayor compromiso con el multilaterialismo. La semana pasada, ante la Asamblea General en la ONU, el presidente Enrique Peña Nieto anunció que México volvería a participar activamente en las Operaciones de Mantenimiento de la Paz (OMP) de Naciones Unidas, un paso necesario para ser un actor global responsable.
Eso que se ofrece afuera, hay que hacerlo también adentro. Por eso es una buena señal que el gobierno enfrente las dudas que se generaron en torno de los hechos ocurridos en la comunidad de San Pedro Limón, del municipio mexiquense de Tlatlaya, el 30 de junio pasado.
Presentados primero como un enfrentamiento entre un grupo de civiles (presuntos secuestradores) y una patrulla militar, los hechos, en los que murieron 22 personas, pudieron haber sido un caso clásico de ejecución extrajudicial realizada por soldados, si nos atenemos a testimonios verbales y gráficos que han surgido desde entonces.
Lo cierto es que no lo sabemos todavía. La tardanza en la realización de una investigación formal ha hecho que los vacíos informativos se llenen de versiones. Eso comenzó a ser reparado el jueves pasado, cuando la Secretaría de la Defensa Nacional dio a conocer que había detenido a ocho soldados —un oficial y siete elementos de tropa— por presuntas violaciones a la disciplina militar.
El Ejército no puede juzgar a esos soldados por asesinato porque la Suprema Corte de Justicia ha determinado que cuando los militares cometan un delito contra un civil, la competencia para conocer el asunto radicará en la autoridad judicial.
Así como no debemos aceptar que se violen los derechos humanos para combatir a la delincuencia tampoco debemos permitir que la especulación sustituya al debido proceso.
Desde hace tres meses hemos estado ante un caso de extrema lentitud de la investigación, aunque, afortunadamente, las cosas se estén moviendo desde el 19 de septiembre pasado, cuando la Sedena dio a conocer, mediante un boletín, que ella era “la más interesada en que este incidente sea investigado a fondo pues los integrantes del Ejército estamos obligados a conducirnos con pleno respeto a los derechos de las personas”.
Ninguna muerte debiera ser archivada sin una investigación seria por parte de la autoridad, se trate de quien se trate. Menos aún la muerte de 22 personas en un solo incidente.
La autoridad civil se demoró en informar sobre los pasos que estaba dando para aclarar los hechos y la instancia de control en este tipo de casos, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, simplemente no ha hecho su trabajo.
Fue la Sedena la que salió al paso, procesando a los involucrados por las faltas que competen al fuero militar y, al mismo tiempo, haciendo posible que los individuos que son sujetos de la investigación estén a disposición de las autoridades civiles (es decir, impidiendo que huyan). Es de esperarse que el resto de las instancias informen lo debido, para que la sociedad no tenga que depender de lo que digan fuentes que no están capacitadas ni acreditadas legalmente para emprender una investigación así.
Evidentemente, informar no debe estar peleado con investigar. Bastaría con saber que la Procuraduría General de la República está haciendo su trabajo y entregará cuentas cuando esté lista.
Los hechos de Tlatlaya son también un recordatorio de que a las Fuerzas Armadas se les ha colocado en un terreno —el del combate contra el crimen organizado— en el que no deben ni quieren estar. Sobre ello expresó recientemente, con mucha claridad, el secretario de la Defensa Nacional, general Salvador Cienfuegos Zepeda.
En caso de probarse que soldados cometieron delitos en Tlatlaya, sería injusto atribuirlos a toda la institución. Pero más injusto sería prolongar la permanencia de los militares en una lucha que debería recaer exclusivamente en fuerzas civiles.
La indolencia de la clase política para acelerar el financiamiento, la organización y el fundamento legal de una fuerza policiaca civil que pueda hacerse cargo de la lucha contra el crimen organizado, ha expuesto a las Fuerzas Armadas a diversos riesgos. Eso debe cesar cuanto antes.
Pero en medio de todo esto hay otra buena noticia: los mandos militares se asumen plenamente bajo la conducción civil.
En el pasado, hubo momentos en que fue válido descreer de ello. Hoy, los militares no dudan en detener a los suyos cuando presuntamente han cometido excesos contra civiles y no protestan, como llegó a ocurrir, cuando la autoridad civil decide que lo que más conviene al país es participar en las OMP.