En la madrugada 29 de julio de 1977, el cielo sobre Puebla no era diferente de cualquier otro día de verano. El sol desparramaba sus primeros destellos luz dorada y los campesinos tomaban camino a su nueva jornada de trabajo. Pero en ese día, algo quebró la monotonía, algo que no pertenecía a este mundo. Don Jacinto, un hombre de edad, con las arrugas de la sabiduría marcadas en su rostro, estaba sentado en el pórtico de su casa de adobe, a las faldas de la sierra, dejando que el viento le contara historias antiguas. Fue entonces cuando vio un destello en el cielo, un fulgor plateado que se movía con una rapidez que no correspondía a ningún pájaro ni avión conocido. Con los ojos entrecerrados, siguió el rastro de luz hasta que este se desvaneció con un estallido, colapsando con la sierra. "Un presagio," murmuró para sí mismo. Don Jacinto era conocido en el pueblo por sus historias de aparecidos y criaturas fantásticas, y por su conexión con lo inexplicable, con los primeros rayos de sol, se levantó dispuesto a investigar. El lugar del impacto se encontraba en un claro rodeado por árboles centenarios. Los rumores del suceso ya se habían extendido y algunos curiosos del pueblo habían llegado antes que Don Jacinto. La escena era surrealista: un objeto metálico, humeante y de forma desconocida, yacía medio enterrado en la tierra, dejando ardientes fragmentos metálicos a su al rededor. Al acercarse, Jacinto sintió una mezcla de fascinación y temor. La nave, si es que se le podía llamar así, tenía una superficie lisa, sin remaches ni costuras visibles, y estaba adornada con símbolos extraños que parecían bailar bajo la luz del sol saliente. "Es como si el cielo mismo hubiera caído a la tierra," pensó Jacinto, recordando las viejas leyendas de dioses y titanes. Entre los presentes estaba Margarita, la maestra del pueblo, una mujer joven y de espíritu inquieto. Ella había oído hablar de luces extrañas en el cielo desde su infancia, y siempre sintió una atracción por lo misterioso. Mientras los demás curiosos, tomaban con cautela algunos de los fragmentos desprendidos de la nave y huían del lugar, Margarita se acercó a Jacinto, y juntos exploraron los alrededores del objeto caído. "¿Qué crees que sea?" preguntó Margarita, sus ojos brillando con una mezcla de miedo y curiosidad. "No lo sé, niña. Pero algo me dice que esto no es de nuestro mundo," respondió Jacinto, su voz teñida de reverencia. Mientras el sol se hundía en el horizonte, el aire se llenó de un zumbido extraño, como si las piedras y los árboles susurraran entre ellos. Don Jacinto y Margarita sintieron una presencia, algo que no podían ver pero que los observaba. De repente, la parte trasera del objeto emitió un brillo tenue, una puerta de luz se formaba lentamente y del interior surgieron unas figuras etéreas, translúcidas como el agua de un río en calma. Parecían humanoides, pero sus movimientos eran fluidos, casi danzantes. Las figuras no emitían sonido, pero Jacinto y Margarita sintieron sus pensamientos en sus mentes. Eran viajeros de estrellas lejanas, perdidos en su camino, buscando una manera de regresar a su hogar. Habían recorrido vastas distancias, cruzando océanos de tiempo y espacio, y ahora estaban aquí, en este rincón olvidado del mundo, atrapados entre la realidad y el sueño. Jacinto, con su sabiduría de anciano y su corazón abierto, extendió una mano en señal de paz. Margarita, a su lado, hizo lo mismo. Las entidades, con movimientos lentos y gráciles, aceptaron el gesto. Una conexión invisible se formó, un puente entre dos mundos tan diferentes y a la vez tan similares. Esa mañana, bajo los destellos de un cielo rojizo, Jacinto y Margarita se sentaron junto a los visitantes, compartiendo historias sin palabras, dejando que las emociones y los pensamientos fluyeran como un río sereno. Aprendieron sobre galaxias lejanas, sobre civilizaciones antiguas y sabidurías olvidadas. A cambio, los visitantes conocieron la humanidad, con sus alegrías y sus penas, sus sueños y sus miedos. Minutos más tarde, entrando el sol a iluminar la mañana en su totalidad, cada vez más cerca, se escuchaban sirenas y las hélices de los helicópteros cada vez con más potencia, el objeto comenzó a brillar intensamente. Jacinto y Margarita supieron que era hora de despedirse. Con un susurro de agradecimiento, las figuras se desvanecieron en la luz y el plateado de la nave perdió todo su brillo.
Llego el ejército a acordonar el lugar y junto con ellos, personas extranjeras con trajes que parecían de otro planeta, y un montón de artefactos desconocidos para Don Jacinto y Margarita, al percatarse de ellos, dos militares fueron en su encuentro y los subieron a una camioneta negra, que llego con la comitiva militar.
El pueblo nunca fue el mismo después de esa noche. en Puebla, el recuerdo del 29 de julio de 1977 se transformó en leyenda, una historia contada a la luz de la luna, donde lo real y lo fantástico se entrelazaban en un baile eterno, recordándonos que a veces, los sueños y la realidad son solo dos caras de la misma moneda… nunca más se volvió a saber de Margarita y Don Jacinto.