Diario de un reportero
Ayotzinapa en Ginebra
Miguel Molina
Cuando salió el sol —después de una mañana húmeda y gris— tomé el tranvía y me fui a la Plaza de las Naciones. Había poca gente. Me senté junto a una pareja no sé si de Ecuador o de Bolivia y mientras oía sin atención sus historias de migrantes vi sin ver a una docena de turistas coreanos que tomaban fotos del Palacio de las Naciones y de la Silla Rota.
La Silla Rota es un monumento de madera de doce metros de alto que hizo en 1997 el suizo Daniel Berset para recordar a las víctimas de las minas antipersonas. El monumento —al que le falta una pata— está frente a la sede de las Naciones Unidas en Ginebra, y desde hace diecisiete años ha servido como punto de encuentro para manifestaciones de todo tipo y de todos los puntos del planeta.
Yo esperaba que se reuniera cuando menos una docena de mexicanos —como sin duda pasó en otras partes del mundo— para protestar por la matanza más reciente que sufrido el país. No llegó nadie. Pensé en los muchachos de Ayotzinapa y en otros de antes y después. Me dio tristeza, sentí coraje, me ganó el sentimiento, y me consolé pensando que en Ginebra al menos una persona había hecho una manifestación íntima y silenciosa. Volví a cruzar la plaza y tomé el tranvía de regreso.
Leí los periódicos de México mientras comía. Detalle tras detalle, queda muy claro que en Iguala ya no había distinción entre "buenos" y "malos". En ese municipio de Guerrero —como en otros de otros estados— se estableció un poder real que usaba al poder institucional para delinquir a cambio de protección contra los propios delincuentes.
II
Cuando las instituciones se deterioran, como en el caso de Iguala, no queda mucho al alcance de la mano, como no sean las armas, y a veces ya ni eso. Uno podría pensar que las instituciones del Estado mexicano ya no sirven para lo que fueron creadas...
Si los gobiernos municipales —aunque todavía no todos— están infiltrados por grupos de delincuentes, los gobiernos estatales tienen la vista fija en el centro, y el gobierno federal muchas veces tiene la vista fija en sí mismo. No hay contacto real ni de otro con los gobernados. No hay cercanía, y como no hay cercanía no hay confianza.
Los servidores públicos son públicos pero no servidores. Basta verlos —cuando se dejan ver— : aislados de quienes los eligieron, con fortunas cuya procedencia sería difícil explicar, dan la impresión de que están atareados manejando los asuntos del Estado. Pero no pasarían un examen riguroso. Mucho menos el de la percepción popular, que es la madre de todas las pruebas a las que puede someterse un político.
III
Lo más probable es que los verdaderos responsables de la matanza de Ayotzinapa nunca paguen su delito, como no lo pagaron los responsables de Tlatelolco y del Jueves de Corpus, ni los de Aguas Blancas ni los de Acteal, ni muchos otros que todavía tienen sangre en las manos.
Aunque haya detenidos y haya sentenciados (como ha habido en algunos casos), la desconfiada opinión pública seguirá pensando que algo se oculta, que se protege a alguien, que algo sigue oliendo mal. Y habrá nuevas manifestaciones, y más protestas. Y la espiral de la desconfianza se hará más grande.
Y uno o miles seguirán yendo a plazas en busca de una paz imposible, exigiendo una justicia que probablemente ya nadie puede dar.