9 de Marzo de 2025
 

Pongamos todo en perspectiva / La piratería es un síntoma, no una enfermedad / Por Carlos Villalobos

 

 

 

Habiendo vivido los dosmiles como joven entre la ciudad de Oaxaca y Ciudad Ixtepec (¡Viva San Jerónimo Doctor!), acceder en aquellos años a estantes, salas de cine y disquerías era complicado porque o era muy caro o  de plano no habían opciones diferentes más allá de lo impuesto por sus respectivas industrias, luego entonces. ¿Cómo acceder a los libros de Ernest Cline, a los cómics de Alan Moore, o a las películas como Control, la biopic de Ian Curtis? La respuesta, incómoda pero honesta, es la misma que hoy causa escozor a las corporaciones: la piratería y léase bien, no se trataba de avaricia, sino de supervivencia cultural. 

Hoy, en plena era digital, el panorama parece distinto, pero no lo es, ya que las plataformas de streaming prometieron democratizar el acceso al arte y a las experiencias estéticas, pero lo que hemos visto es una pulverización de servicios que exige suscripciones múltiples, precios inflados y una dependencia perpetua a la conexión a internet. Netflix, Disney+, HBO Max, Spotify, Apple Music y la lista crece y crece, y con ella, la frustración va para arriba. Lo que antes resolvía un DVD pirateado, un link a megaupload, o un libro descargado en PDF, ahora requiere navegar un laberinto de apps, contraseñas y restricciones geográficas y aún así ¡Nada es nuestro!

Dentro de los casos recientes que ejemplifican mi punto, Amazon acaba de recordarnos lo frágil que es nuestro vínculo con la cultura digital. Al eliminar la opción de descargar libros comprados en Kindle mediante USB, la empresa de Jeff Bezos no solo restringe una función práctica, como respaldar obras o transferirlas a otros dispositivos, sino que refuerza una idea inquietante: nunca fuimos dueños de esos libros, solo alquilamos acceso temporal, sujeto a los caprichos corporativos. 

¿Exagero? En 2009, Amazon borró remotamente “Rebelión en la granja” de George Orwell de todos los Kindle tras descubrir que lo vendía sin derechos. Fue como si un fantasma entrara en tu casa y quemara un libro de tu biblioteca. Hoy, sin la opción de descarga USB, Amazon puede modificar, censurar o eliminar contenidos sin dejar rastro. ¿Qué pasará si, mañana, un gobierno presiona para retirar un ensayo crítico? ¿O si la empresa decide que ya no es rentable almacenar ese libro que compraste hace una década? 

Lo mismo ocurre con la música, el cine y hasta los videojuegos y es que Spotify, por ejemplo, persigue implacablemente las APK modificadas que permitían acceder a su servicio premium sin pagar. Pero ¿por qué existen esas APK? No solo por la aversión a pagar, sino porque el modelo de streaming, con sus listas que desaparecen, sus algoritmos caprichosos y sus versiones gratuitas castradas, genera una sensación de precariedad; porque pagas, pero no posees y si dejas de pagar, te quedas sin nada. 

Las empresas insisten en que la piratería es un robo, pero sus medidas para combatirla suelen perjudicar más a los clientes legales que a los llamados “piratas”. El DRM (Gestión Digital de Derechos), por ejemplo, limita cómo, cuándo y dónde consumes lo que compraste. Los piratas, en cambio, descargan archivos sin ataduras. ¿El resultado? Quienes pagan ven restringidas sus libertades, mientras los demás disfrutan de una experiencia más flexible. 

Y es que un estudio de la Universidad de Portsmouth lo confirma: las amenazas legales y las restricciones técnicas no disuaden la piratería; en algunos casos, hasta la incentivan. Es la “reactancia psicológica”: cuanto más se intenta controlar, más se rebelan los usuarios y Spotify lo aprendió a costa suya: al limitar las funciones gratuitas en su última actualización, muchos migraron a sitios de descarga ilegal. 

Hoy en 2025, la piratería no solo persiste, se expande. De acuerdo con el sitio especializado Headphonesty, los sitios de descarga ilegal superan los 17 mil millones de visitas. ¿La razón? No es solo el costo, sino la fragmentación, la falta de control y la ausencia de propiedad. Cuando Netflix retira una serie favorita por problemas de licencia, o cuando Apple Music elimina un álbum, los usuarios recuerdan por qué el torrent, aunque incómodo y éticamente gris, garantiza algo invaluable y fundamental, la permanencia. 

El torrent, como antaño el VHS o el libro fotocopiado, es un acto de resistencia y quiero que me lean bien, no idealizo la piratería, ya que todos los  creadores merecen remuneración, pero entiendo su existencia como un síntoma. Si para acceder a tu próximo libro, disco, cómic o película favorita  necesitas tres suscripciones, lidiar con DRM y rezar para que Amazon no borre el archivo, ¿qué opción queda? 

La solución no es sencilla, pero esta no está en criminalizar al usuario, sino en repensar el modelo. ¿Y si las plataformas ofrecieran descargas permanentes, sin DRM, a un precio justo? ¿O suscripciones integrales que no obliguen a pagar por cinco servicios distintos? El caso de Bandcamp, donde puedes descargar música en MP3 y apoyar directamente a los artistas comprando sus obras o comprando mercancía sin tantos intermediarios, demuestra que hay alternativas. 

Mientras tanto, justo en el momento en que lees estas líneas, alguien sigue descargando libros en PDF, su próximo cómic favorito o la película con la cual define su personalidad. No por malicia, sino porque, en un mundo donde la cultura se convierte en un servicio alquilado, la piratería sigue siendo, para muchos, la única biblioteca disponible. 

La verdadera lucha contra la piratería no se gana con candados digitales, sino garantizando acceso equitativo, propiedad real y precios justos. Hasta entonces, seguiremos navegando en aguas turbulentas, entre la ética y la necesidad, recordando que la cultura no es un lujo, es un derecho.