Piedra Imán
Manuel Zepeda Ramos
La que falta
Juana. Ese nombre, en mi familia, es sagrado.
Viene alumbrando a mi Casa mayor desde la aparición de mi bisabuela.
La saga novelística del Premio nacional de las Artes y Medalla Belisario Domínguez 2014, Eraclio Zepeda Ramos, la describe cómo fue y cómo actuó, junto a su enorme capacidad de resolver problemas torales de la vida familiar, de “acolchar” —diría su nuera Dolores Lara con quien pude convivir durante los primeros 11 años de mi vida—, ante cualquier obstáculo que se presentara y que requería de solución.
Mi abuelo Eraclio y Ella, Lola Lara, repusieron el nombre de la bisabuela. La hija mayor, hermana de mi Padre, también Eraclio, se llamó Juana.
En la siguiente generación, la de mi padre y sus hermanos, no hubo Juana.
La que siguió, la mía y la de mis hermanos, sí. La repuse yo en la persona de mi hija mayor que tantas satisfacciones ya me ha dado a pesar de su juventud.
Hoy me referiré a mi tía Juana, mi Chata, la que, a la ausencia de mi abuela Lola, asumió ese liderazgo para bien de mis hermanos.
La Chata, que nunca se casó y que vivió para sus padres y luego para sus sobrinos nietos, sabía hacer de todo. Para empezar, era un gran jinete. Montaba en sillón, como las niñas de las escaramuzas de los lienzos charros.
Ya pasaba de los 40 años y la Chata levantaba un sombrero del piso, yendo al galope, sin siquiera despeinarse. De ese tamaño.
También era una gran nadadora. Todos mis hermanos, más decenas de primos, aprendimos a nadar en el río gracias a sus enseñanzas. Usábamos, como ella lo hizo en su finca La Zacualpa a principios de siglo, vejigas de res. Sí. El saco urinario de los toros o las vacas los mandaba a curtir, los inflaba y los amarraba con cáñamo convirtiéndose en elegantes salvavidas, de primera calidad; aunque debo confesar que despedían un olor impenetrable y terriblemente molesto, mientras se terminaban de curtir con el uso diario en el río.
La Chata era una espléndida cocinera.
A todas sus sobrinas nietas, pero sobre todo a sus nueras-cuñadas, las acalambraba con los ingredientes de los platillos que sabía hacer.
Unas de buena fe, las sobrinas nietas; pero de mucho enojo las nueras incluyendo a mi mamá, se tenían que soplar la corrección de la plana a la hora de evaluar el platillo realizado.
—Te faltó azafrán. Así no puede ser una paella con dignidad— les decía muerta de risa ante el calambre evidente de sus cuñadas.
Me acuerdo mucho de estos momentos familiares, sobre todo ahora que la familia está orgullosa por los éxitos del hermano mayor de la última generación de los Zepeda, porque creo yo que al platillo para mi espléndido porque nos pone en la competitividad real ante el mundo emergente, las Reformas Estructurales, le falta un ingrediente, sine qua non, para que éstas marchen a buen puerto.
A las reformas les falta el ingrediente de la anticorrupción que lleva implícito la abolición de la impunidad.
Esos días aciagos, los más duros que ha vivido un Presidente de la República desde los años 70 del siglo pasado, que ha tenido mucho de reclamo inducido por una muy buena y costosa campaña implementada en México y en el mundo, que ha llevado incluso a manchar el acto de Malala en la entrega del Nobel de la Paz, de esta adolecente maravillosa que recibiera dos tiros en la cabeza a manos de los talibanes por el simple hecho de que ella, niña, quería que las mujeres de su tierra aprendieran a leer para ver mejor el futuro. Quién sensato se puede tragar que ese estudiante de la UNAM no fue llevado hasta Oslo y ayudado a franquear la rígida seguridad de una jovencita amenazada ni más ni menos que por los talibanes; pudieron tener otro desenlace.
Pienso que si las reformas estructurales hubieran contemplado desde un principio ese ingrediente necesario para lograr una espléndida paella, quizá el terrible asesinato de Iguala no se hubiera desdoblado en un despeñadero exponencial que nos ha llevado a una serie de acontecimientos que parecieran concatenados sin que tuvieran que ver uno con los otros.
Todavía es tiempo.
El Presidente ya envió al Congreso la creación de la Fiscalía anticorrupción y, por alguna razón, el acuerdo del día 15 de diciembre, último día del periodo ordinario de sesiones del Congreso de la Unión, no pudo concretarse, turnándose para el próximo año en el que habrá de resolverse.
Mientras eso pasó en la noche, en el mediodía del 15, en la entrega de la medalla Belisario Domínguez, el Senador Zoé Robledo pedía a los legisladores de la Cámara Alta transparencia en sus ingresos y en sus declaraciones patrimoniales, lo que fue saludado favorablemente ayer martes en los medios de comunicación.
La ley anticorrupción de los funcionarios públicos y ahora la propuesta del Senador Robledo para los legisladores deberá de traer aguas tranquilas a la vida nacional.
La paella de mi Chata habrá de tener todos los ingredientes.
Para bien de México.