Adolescencia. El paso hacia ella desde la pubertad es un salto difícil. El más complicado es dejar la enseñanza media para convertirse en un estudiante de profesional. En mi caso y en el de mi generación del bachillerato significó romper el cordón umbilical. Significó partir hacia la capital de la República para ingresar a la UNAM. Significó aprender a vivir solo, que incluía el lavado y planchado de ropa, el preparar los alimentos de la madrugada y de la noche, tender la cama. Aprendí a convivir con mis paisanos chiapanecos en apartamentos de dos o tres recámaras, que eran pagados en el prorrateo más exacto, aprendiendo a vivir de manera colectiva.
De toda esta nueva vida, difícil, ya lo dije, pero altamente reconocida por todos nosotros como gran formadora de nuestro futuro, creo que la más complicado fue la de establecer comunicación con tus padres de manera epistolar.
Como buenos hijos de familia de clase media, acostumbrados a ser muy bien atendidos por nuestros padres, que nos brindaron amor y orientación en esa etapa formativa previa a la profesional y el apoyo económico necesario para llegar a la universidad, la pura verdad es que nunca aprendimos a comunicarnos por carta, ese romántico y eficiente sistema que con una estampilla, un remitente y una dirección del destinatario, el mundo entero lo hacía de manera regular y expedita, viajando la misiva durante días por el mundo a través de barco, avión o autobús, gracias a los servicios postales que trabajaban –todavía lo hacen– para que la comunicación se estableciera.
No aprendimos hasta ese momento del “destete” con el viaje obligado a la capital, porque no había necesidad de hacerlo. Nuestro mundo de jóvenes se reducía a la convivencia local y las cartas nunca aparecieron, al menos en mi caso.
Pero ahora que estábamos lejos se volvía prioritaria –la carta– para poder informar a los padres cómo avanzaban los estudios profesionales y cómo nos iba en nuestra vida de libertades.
Confieso que sí aprendí, porque no había de otra, pero me costaba mucho trabajo en virtud de que mi carrera era altamente demandante y me absorbía buena parte del día. Sin embargo, lo hacía mensualmente, con lo que informaba a mis padres de todo lo que me pasaba.
De repente, apareció en el horizonte de las vidas de los estudiantes de pocos recursos que estábamos desplazados hacia la capital del país, el lazo salvador de la comunicación con la familia:
Apareció la larga distancia automática.
Sí. Teléfonos de México se moderniza y propone como la gran novedad el que se pueda marcar desde un teléfono a otro sin la intermediación de una operadora, abriéndose la posibilidad de poderse comunicar a cualquier parte del país de esa manera tan directa, de teléfono a teléfono.
Pero ustedes se podrán preguntar: ese servicio tiene un costo. Y la respuesta es afirmativa. Si no fuera así, la empresa telefónica no la hubiera propuesto. Entonces, ¿en que se beneficiaba el estudiante radicado en el DF con este dechado de modernidad?
Pues resulta que algún chiapaneco averiguado se enteró que en estos procesos de instalación moderna de la larga distancia automática, en el que siempre hay algunos errores inevitables en el principio, había teléfonos públicos en varios sitios de la ciudad que, imagínese usted, podían hacerse llamadas de larga distancia ¡sin costo alguno!
La noticia corrió como reguero de pólvora y, en cosa de días, en cualquier momento, nuestros padres se encontraban con la voz del hijo estudiante que les contaba en muchos minutos invertidos todo lo que en carta era tan difícil de decirlo. Primero se espantaban por el costo. Cuando les decíamos que era gratis, no lo creían y se preocupaban más. Pero poco a poco fue llegando la normalidad y la comunicación se hacía más cotidiana con la casa y con la novia y con los amigos.
Recuerdo que en el VIP’S de insurgentes y AltaVista había uno. Otro estaba en Nueva York y Georgia, en la colonia Nápoles. En Unión y Viaducto, de la colonia Escandón, otro más. En la estación Chapultepec del Metro había dos. Todos, todo el tiempo, estaban muy concurridos; la inmensa mayoría éramos estudiantes, de todo el país, que habíamos encontrado una manera relativamente fácil de poder comunicarnos a la casa, y de manera económica.
Me he acordado de todo esto porque hace unas horas el Senado de la República acaba de aprobar, en sesión maratónica, las leyes secundarias de telecomunicaciones. Esto significa que en alguna de las muchas disposiciones aprobadas está el que, a partir del primero de enero del próximo año, la larga distancia nacional a cualquier punto del país no habrá de costar ningún quinto. Será gratis. Eso quiere decir que las familias mexicanas, por ese solo hecho, dejarán de pagar 22 mil millones de pesos al año y sus hijos estudiantes podrán comunicarse cómodamente desde cualquier teléfono, celular o convencional.
Me gusta. Sobre todo después de que los estudiantes de hace casi 50 años vivimos lo que ya les platiqué.
Son las reformas estructurales que con las leyes secundarias que se van aprobando empiezan a funcionar para bien del desarrollo nacional, y cuyos resultados habrán de tenerse en el mediano plazo para que las generaciones futuras puedan ver al futuro con más optimismo.
México camina.