“El carpintero que había contratado para ayudarme a reparar una vieja granja, acababa de finalizar un duro primer día de trabajo. Su cortadora eléctrica se dañó y lo hizo perder una hora de trabajo y ahora su antiguo camión se niega a arrancar. Mientras lo llevaba a casa, se sentó en silencio.
Una vez que llegamos, me invitó a conocer a su familia. Mientras nos dirigíamos a la puerta, se detuvo brevemente frente a un pequeño árbol, tocando las puntas de las ramas con ambas manos. Cuando se abrió la puerta, ocurrió una sorprendente transformación. Su bronceada cara estaba plena de sonrisas. Abrazó a sus dos pequeños hijos y le dio un beso a su esposa. Posteriormente me acompañó hasta el coche. Cuando pasamos cerca del árbol, sentí curiosidad y le pregunté acerca de lo que lo había visto hacer un rato antes. –Oh, ese es mi árbol de problemas, contestó. Sé que yo no puedo evitar tener problemas en el trabajo, pero una cosa es segura: los problemas no pertenecen a la casa, ni a mi esposa, ni a mis hijos. Así que simplemente los cuelgo en el árbol cada noche cuando llego a casa. Luego en la mañana los recojo otra vez. Lo divertido es, dijo sonriendo, que cuando salgo en la mañana a recogerlos, no hay tantos como los que recuerdo haber colgado la noche anterior”.
Esta reflexión anónima me recuerda mucho a mi madre, quien a menudo oía decir a sus empleadas que clavaran un clavito junto a la puerta de la entrada de su negocio, para que en él dejaran colgados los problemas que traían de sus casas, procurando llevárselos cuando salieran; y en las suyas hicieran lo mismo, cerca de su entrada para dejar colgados los problemas que del trabajo llevaban. Efectivamente, cuántas veces no llegamos a casa además de exhaustos y cansados, malhumorados y enojados, dispuestos a discutir con los nuestros a la menor provocación posible. En el trabajo es lo mismo, iracundos y peleoneros nos comportamos con nuestros compañeros o jefe, cuando algo nos pregunta o comentan. Dejar las cosas donde corresponden es lo mejor. La vida cotidiana está plagada de problemas al igual que de cosas buenas y halagadoras. La elección es nuestra. Nos volvemos más pesados cuando cargamos demasiados problemas, demasiadas angustias y preocupaciones encima, más apesadumbrados, más estresados. Los problemas no tienen fin, nunca se acaban, son incluso parte necesaria de la vida cotidiana, porque con ellos aprendemos también, hacemos experiencia, para librarlos con relativa facilidad. Algunos problemas son desconocidos e inesperados y requieren de mayor tiempo y esfuerzo nuestro para salir adelante con ellos, otros son clásicos y sabemos ya cómo enfrentarlos, pero siempre están ahí. Entonces, para qué preocuparnos tanto, para qué preocuparnos de más.
¿No le ha sucedido que en ocasiones pasa la noche en vela dándole vueltas y vueltas a un asunto que no ha podido solucionar o terminar, y que al día siguiente, ya más despejado, en un santiamén lo termina o resuelve? Al final, una vez solucionado, siempre nos lamentamos el no haber dormido bien a causa de ello. Interiormente, sabemos por experiencia que en la mayoría de las veces siempre pasa así; sin embargo, cuando la historia vuelve a repetirse, seguimos actuando igual, angustiándonos y preocupándonos durante las noches. Lo que pasa es que no nos tenemos confianza, nos acurrucamos todo el tiempo en las cosas negativas porque estamos más acostumbrados a ello, tendemos más a ello, sin buscar pensar y darnos cuenta que somos capaces de sobresalir y de hacer las cosas con eficiencia y eficacia. Téngase confianza, aléjese de la negatividad en su vida, de las preocupaciones, de las angustias y ansiedades, con fortaleza y templanza y verá que poco a poco saldrá de ellas, dejando los problemas fuera de donde no pertenecen. Piénselo un poco. ¡Qué tenga un buen día!
Luis Humberto.