Jesús es un hombre lleno de virtudes. Aunque también con marcadas debilidades. Es capaz de tolerar las debilidades de los demás porque él mismo sintió, como hombre, nuestras mismas flaquezas, como nos lo dice la carta a los Hebreos.
Es claro que Dios no quiso fundar el Reino en personas perfectas e impecables, fuertes e imbatibles. Por el contrario, los modelos de fe que nos ofrece la Biblia son hombres con terribles defectos y con graves culpas en la espalda, que tuvieron que clamar a Dios desde lo más profundo del corazón. Abraham mintió diciendo que Sara su esposa era su hermana, y cuando el Faraón la metió a su harem, entonces tuvo que intervenir Dios para librar al “padre de la fe” de las consecuencias de su mentira. Moisés asesinó a un egipcio. Para ser el elegido de Dios tuvo que ser enfrentado a su ineptitud, cuando Dios se le apareció en la zarza ardiente. David tuvo que humillarse por el pecado cometido con la mujer de Urías y el asesinato de su hombre más fiel, para poder ser aceptado por Dios. Pedro, que había prometido dar su vida antes que traicionar a Jesús, negó tres veces al Maestro. Pablo, ya convertido cargó con una enfermedad “para que no me engría por mis revelaciones, me han metido una espina en mi carne...”. El valor de la lealtad no consiste en las propias fuerzas, sino en la gracia (lo gratuito) recibida para poder poner la fuerza de nuestra fe en lo que el Señor nos ha dado, no en nuestros méritos.
Hoy que se acerca la celebración del nacimiento de Jesús, es conveniente considerar por qué eligió la pobreza y la persecución, el pesebre y la cruz, como los signos que expresan claramente que no se trata de un poderío humano, sino de un valor interno dado por el Padre para guiar su vida y la de quienes lo queramos seguir. Jesús es Dios porque es fiel, es leal al Padre. Desde su nacimiento, acepta el frío de la cueva de Belén. Es envuelto en pañales, cuando podría haber nacido en la mejor cuna del pueblo de Israel. Es adorado por pastores, no por los cortesanos de Herodes. Sufre el destierro en Egipto, como durante siglos lo siguen sufriendo los pobres de la sociedad, los migrantes, los forasteros. No centra su mensaje en la taumaturgia, en los milagros y hechos sorprendentes, sino en la compasión, que es la virtud distintiva de su misión. No proclama el valor de su persona, sino que lo refiere al Padre y al Espíritu de Dios. Su misión fue venir a proclamar el amor y la justicia desde abajo, desde lo más humilde, con los más sencillos, para los pobres. La lealtad es esa virtud de un corazón sincero y honrado que guarda fidelidad. Nos habla de franqueza, de fidelidad, de honradez, de nobleza, de rectitud, de sinceridad, de devoción. Es el corazón del niño que está por nacer. El corazón de Jesús que da la vida por nosotros. El corazón de quien, a pesar de tantas debilidades, nos sigue animando al servicio generoso a los demás, el que nos sigue invitando a la lucha perseverante por un mundo donde nos tratemos como hermanos. Nos sigue insistiendo en que no es la violencia, ni la avaricia lo que salvará a este mundo, sino la fraternidad, la solidaridad, el desprendimiento, la amable y cortés solicitud por los demás.
Aquí está de nuevo, como signo de la Gracia, acostado en la debilidad de la pobreza, en el pesebre de nuestros nacimientos. Aunque el ruido de la fiesta lo trata de ocultar, aquí está, volviendo a proclamar su lealtad a la voluntad del Padre: que todos nos tratemos como hermanos, que todos construyamos el reino de Dios. Basta de falsedades, no sigamos acudiendo a los templos para agradecer y prometer a Dios un cambio en nuestras vidas, si cuando salimos de ellos continuamos siendo los mismos hipócritas que pelamos el diente a nuestros semejantes y subrepticiamente asestamos certeros golpes bajos. No se vale. Piénselo un poco. Que tenga un buen día.
Luis Humberto