Hace mucho, a los 10 años, parado sobre el techo de un céntrico edificio de mi incipiente ciudad, el “Diana”, propiedad en aquel entonces de don Manuel Ballesteros, experimenté por primera vez una sensación de arrobo. Nunca había subido solo a un techo así de alto. Era muy peligroso me había dicho mi madre, un precipicio hecho por el hombre. Nada que ver con el tejado de dos aguas de una pequeña casa donde años atrás había tratado de alcanzar un gallo que por él se paseaba. Fue una aventura colosal, y para mi familia una desesperación que los mantuvo en vilo durante aquellos instantes.
Antes del mediodía, mi madre se había ido a hacer las compras al mercado. Me aventuré, con un ánimo incierto de “ahora o nunca”, por el último trecho de las escaleras. Abrí la puerta y entré en un mundo de guijarros, sentía temor y emoción; tendederos enrejados, aparatos irreconocibles para mí en ese entonces, antenas de televisión y palomas que gorjeaban. En ese instante sentí cómo cambiaba mi vida. Dubitativo me asomé por la barda de protección y observé sigilosamente la calle vacía. Así era entonces, pocos autos y poca gente en las calles, una época dorada. Intenté decir algo, pero no tenía palabras. Aún no sabía describir lo que sentía. Sin duda la palabra era “maravilloso”. Me creí Superman y pensé aquel día que jamás iba a morir. Ya no tengo 10 años, ni 20, tengo más de 50 y esa sensación acerca de la maravilla que es mi pueblo ahora parece más elusiva que nunca, no es por la seducción fatua de la nostalgia. Los martinenses, sabemos que vivimos en una ciudad dinámica, siempre cambiante, que evoluciona, se construye. A veces para mejorar, a veces no. Recuerdo mucho aquel pueblo pequeño, con escasos comercios y muchas viviendas; muchas amistades dispuestas a ayudarse mutuamente. Ahora, los valores son escasos, la gente tiene prisa y conforme avanzo en las ambigüedades de la vejez, donde las maravillas a menudo se mezclan con los arrepentimientos, mi corazón suele apesadumbrarse con lo que veo. Mi amada ciudad se encuentra en mal estado. Sin duda hay muchas cosas que están mejor: escuelas, oficinas gubernamentales y privadas, alimentación, algo de seguridad pública, pero los modales están por los suelos. Las calles están saturadas por el tránsito vehicular, taxis, microbuses, autobuses y camiones de reparto con choferes gordos y gruñones que tocan el claxon en forma estridente. Desde el punto de vista de un miembro de la ralea callejera que era yo antes, la mayoría de estos avances perturban la tranquilidad y el ambiente. Así que, si, hasta cierto punto, este es un lamento escrito por un viejo, más que una lucha contra la añoranza de un pasado perdido. Mientras me mueven en el auto familiar, muy a menudo veo gente que ya no está desde hace mucho. Ya no son es la misma gente, no me conocen, no las conozco. Me pierdo en mi propia ciudad.
En ocasiones me animo pero en otras me resigno. La gente con valores desaparece paulatinamente, solo vamos quedando algunos viejos gruñones y muchos jóvenes soberbios, altaneros, indiferentes. La prisa con la que se vive hoy en día impide ser amable con los demás; dar las gracias, decir con permiso al pasar, saludar al llegar, despedirse al salir y muchas otras reglas de cortesía que se omiten por arrogancia o ignorancia. Vamos por mal camino pero nada está perdido, todavía hay esperanza. La solución está en usted, corrija, comente, promueva, divulgue cuando sea prudente con quienes le rodean que yo haré lo propio. Que tenga un buen día.
Luis Humberto.