Francisco, un Papa diferente
Rubén Pabello Rojas
Antes de finales de los años 70’s del siglo pasado, nadie hubiera imaginado lo que hoy vive Mexico. Después de aproximadamente un siglo y medio, el gobierno y el clero católico discurrieron en una separación profunda que en algún momento llegó a ser armada, cuando la llamada Guerra cristera en el Bajío.
La Constitución de 1857 reflejaba el pensamiento liberal Juarista, que había amortizado los bienes del clero en 1856, y que desaparecía el fuero eclesiástico en 1855. Años después la Constitución de 1917, calificada como jacobina, prohibía a los miembros del gobierno asistir a actos religiosos; ambas cancelaron toda posibilidad de buena relación entre la Iglesia Católica y gobierno.
Los pueblos evolucionan y sus gobiernos también, así en 1979, en un hecho prácticamente insólito, viaja al país un Papa, Juan Pablo II, y se produce un fenómeno popular espontáneo pero indudablemente auténtico, donde la reacción del pueblo acogió espontáneamente a ese recordado personaje y lo convirtió en un ícono religioso. Por su parte, el dignatario respondió en la misma mesura y se produjo una simbiosis inesperada por su fuerza y autenticidad.
Las condiciones estaban dadas, el 15 de julio de 1992 el Congreso federal expide la Ley de asociaciones Religiosas y Culto Público, con lo que se da el paso formal para la nueva etapa de relación, ya para entonces suavizada, entre el Estado Mexicano y la Santa Sede. En diciembre de ese año, se reforma, entre otros, el Artículo 130 de la Carta Magna y con ello terminan casi 150 años de distanciamiento.
Hoy los católicos mexicanos reciben al nuevo Papa, el latinoamericano, el que habla el mismo idioma y siente los mismos problemas sociales, sin perder de vista su ministerio como cabeza de una de las más extendidas religiones en el mundo.
Encuentra un país convulsionado por problemas de origen interno y padeciendo severas acometidas, como la tenaz corrupción acompañada de la impunidad, la violencia creciente del crimen organizado, que han hecho daños graves a su sociedad, sin que el poder público encuentre una forma eficaz de controlar, ni menos de erradicar, el flagelo que lastima a sus habitantes.
Este es un Papa diferente, con un lenguaje no escuchado en sus antecesores, un idioma que se habla en esta región del mundo pero además con un sentimiento latinoamericano, que lo identifica con los pueblos de estas latitudes. Se trata incuestionablemente de un líder carismático que ha venido a modificar la imagen tradicional del llamado Vicario de Cristo; con su actuar sencillo y profundo a la vez, ha tocado temas trascendentes, eludidos por sus antecesores, como el discurso pronunciado en el Capitolio de Estados Unidos, ante senadores y representantes del Congreso de ese país, demócratas y republicanos, a quienes expresó pensamientos y críticas como temas en relación a la migración, la pena de muerte, el narcotráfico, la producción de armas que matan inocentes, que equivalen a “mentar la soga en la casa del ahorcado”, sin caer en estridencias.
Sustenta sus palabras en ideas claras e inatacables, como la que documentó en la Summa Teológica San Agustín, Doctor de la Iglesia, y el pensamiento de Emmanuel Kant, en su Imperativo Categórico: “No desees para otro lo que no quieras para ti”.
Sin descuidar los aspectos litúrgicos de su religión, da a cada cosa su lugar. Cumple con los ritos religiosos en los templos, sin descuidar su fase pastoral y evangelizadora, sin perder la oportunidad para revelarse como un singular líder del pensamiento evolucionado del siglo XXI.
Las reacciones han sido diversas. Entiende Francisco de otra manera a la comunidad mundial. Proviene de una región de la tierra forjada de otra forma, con otro sentimiento y otro pensamiento, un pensamiento latinoamericano; siendo un dignatario en el más alto cargo de una iglesia de la magnitud de la católica, sus ideas tienen un peso específico mayor, inclusive dentro de la propia Curia Romana, tan introvertida y reacia a cambios.
Critica la ambición a costa de la pobreza. El Papa Francisco ha cambiado la imagen del pontífice, su postura lo ubica como un líder religioso que, abrumado por los desequilibrios sociales, lo impele a ser un postulante de los derechos de los pobres, un señalador de injusticias derivadas de inequidades intolerables.
Con su palabra, el Papa ha revolucionado la histórica posición anquilosada del Vaticano. Ha condenado, los males de una época en gran parte de las sociedades del planeta y también las negativas conductas de algunos miembros de su iglesia.
Al cargo que se le imputa de ser un Papa socialista, ha contestado públicamente que su fe es cristiana y que la afirma rezando, con ferviente devoción, la oración que lo prueba: El Credo; rindiendo especial devoción a la que él llama su madre: la mexicana Virgen de Guadalupe.