24 de Noviembre de 2024
 

Dieguito se murió / Por: Ed. Dr. Claudia Viveros Lorenzo

Ha sido noticia mundial nuevamente. Conocíamos su desgaste tanto físico como emocional. Todos lo enjuiciaban y señalaban, todos estaban desde hace mucho, expectantes de su fatal desenlace con una morbosa mirada de reojo a todo lo que pasaba en su vida, que en la actualidad servía solo para la burla y sí, su cuerpo no aguantó. Como la mayoría de los seres que viven intensamente, Maradona, se fue joven. Y su éxito profesional es (porque no, no fue, es y será) tan avasallante, que los de la funeraria no dudaron ni un momento, en tomarse una foto con su cuerpo en el féretro y publicarla. Bizarro. ¡Ay Diego! No eras perfecto, ¿quién lo es?, pero nadie puede negar que a millones hiciste vibrar y solo por eso, tienes tu lugar en la historia. El sociólogo Eliseo Verón define la devoción del público a este futbolista como “las creencias y las necesidades colectivas, de los despojados, de los pobres, de los que necesitan creer que Dios está cerca y por eso se identifican con Diego, como antes con Evita Perón”.

 

 

Se regaló a sí mismo todos los excesos y lo peor es que, siempre estuvo dentro de una esfera que le concedió todos sus deseos sin importarle el daño que le causaban. Todo el mundo lo señala, pero el lunes que recibí la noticia de su muerte me detuve a pensar si alguien se interesó en el astro futbolero que generaba millones de euros, y si recibía diariamente esa pregunta milagrosa que todo ser humano necesita: ¿Cómo estás? Porque por muy básica que parezca, el cuestionamiento es de primera necesidad. Lo malo es que nos hemos acostumbrado ha repetirla dentro de un protocolo superficial, en donde casi nadie se detiene a escuchar la respuesta y por lo tanto, ésta se ha limitado a una escaza respuesta también protocolar que solo nos ayuda a salir del paso con un: “bien gracias”. Que vergüenza me doy, que vergüenza me da esta sociedad de la que todos somos parte, que vergüenza este alud de “seres humanos” que pierden cada vez más ese rasgo de humanidad que debería distinguirnos y que se han vuelto máquinas de producción que desde la revolución industrial se han limitado solo a generarle riqueza a unos cuantos, perdiendo la vida y todo lo realmente valioso a su rededor por no tener tiempo y enfrascarse en generar el suficiente poder adquisitivo para que todos puedan estar bien, aunque en realidad estén muy mal. Aunque tampoco podemos olvidar a los que no están incluidos en la vorágine laboral, y por arrastrar traumas del pasado son espíritus chocarreros, de esos que no saben vivir y por lo tanto, tampoco dejan vivir a los demás. En la viña del señor  de todo hay.

 

Pero regresemos a la noticia de la semana y a su protagonista. Ese hombre que se autocalificó siempre como el 10. Y lo era en la cancha. Con sus pobrezas espirituales que siempre fueron más y las cuales, ni con todo el dinero que generó pudo apaciguar y  que deberían servir de ejemplo y análisis. Venía de barrio humilde y de familia desintegrada y violenta. Y si ya sabemos que no es pretexto para conducirse por el mal camino, pero no todos son fuertes y Diego, Dieguito era muy débil. Y por favor no me salten las feministas con el discurso sobre el violento y hasta pederasta que pudo ser. No lo estoy negando. Solo me detengo a pensar que, si su construcción hubiese sido otra, quizá no hubiese terminado siendo la piltrafa en la que se convirtió y eso es lo que duele. Lo carcomidos que estamos y como seguimos pasando por alto cosas tan elementales. Es como cuando caminamos y nos encontramos un charco de lodo, le damos vuelta para no ensuciarnos y seguimos sin detenernos, porque no es nuestro problema, porque no queremos limpiarlo,  porque no tenemos tiempo, porque no queremos ensuciarnos o por un sin fin de pretextos para evadir la tan olvidada responsabilidad que nos atañe a todos de todo. Porque somos uno y lo que pasa en mí replica en el otro y viceversa. No se trata de mirar sobre el hombro y señalar. Se trata de mirarnos a nosotros, reparar y valorar.

 

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