En un mundo que aplaude el rendimiento, la comparación y el éxito fugaz, muchas personas han convertido su vida en una competencia constante con el prójimo. Se miden con el cuerpo, con la pareja, con el puesto laboral, con el número de seguidores, con la ropa que visten o los lugares a los que viajan. Compiten con los amigos, con la pareja, con la familia. El otro deja de ser un igual y se transforma en un rival imaginario al que hay que vencer, aunque nadie esté jugando más que uno mismo.
La humanidad ha creado un ídolo silencioso, uno que se disfraza de virtud, pero esconde un castigo: la perfección. Ese ideal inalcanzable que dicta cómo debemos lucir, trabajar, amar, hablar y hasta envejecer. Ese sesgo humano que, sin darnos cuenta, contamina nuestras decisiones, nos llena de ansiedad y rompe vínculos, empezando por el vínculo más importante: el que tenemos con nosotros mismos.
Nos han enseñado que ser perfectos es lo correcto, lo deseable, lo que nos garantiza aceptación. Pero nadie nos dice que, al perseguir la perfección, renunciamos a nuestra humanidad. No hay espacio para el error, para la pausa, para lo espontáneo. Todo debe estar calculado, editado, corregido. Lo que no encaja con el ideal se borra, se oculta o se castiga.
Lo más alarmante de este fenómeno no es que haya ganadores o perdedores, sino que la persona que compite, casi siempre, es la que más pierde. Se desgasta. Se aleja de sí misma. Se traiciona. Vive en una angustia permanente que se disfraza de “ambición”, pero que no es más que miedo al vacío, al silencio, al propio reflejo. El “éxito” ajeno se convierte en un espejo hiriente, no por lo que muestra, sino por lo que despierta: una sensación de no ser suficiente.
Y cuando esta carrera enferma se vive desde lo femenino, la tragedia es doble.
Porque a las mujeres se les ha enseñado —desde la cuna— que deben competir entre sí: por el amor de un hombre, por la validación masculina, por la belleza que dicten las revistas, por la juventud eterna. El discurso heteropatriarcal no solo impone reglas crueles, sino que las hace parecer naturales. Así, muchas mujeres crecen creyendo que su género es su enemigo, no su aliada. Y el resultado es devastador: se desconfía de la amiga, se envidia a la compañera, se juzga a la madre, se desprecia a la hija.
¿Cómo sanar si lo primero que se quiebra es la sororidad? Es tiempo de dejar de correr. De apagar la maquinaria mental que compara y castiga. De entender que la vida no es una competencia, es una experiencia. Que el crecimiento no se mide en relación con el otro, sino en la autenticidad con que se camina el propio camino. Y que entre mujeres no debería haber competencia, sino complicidad.
Las redes sociales han amplificado este sesgo hasta el extremo. Vidas editadas al milímetro, cuerpos sin celulitis, relaciones sin conflictos, carreras sin tropiezos. La gente ya no muestra su vida, muestra una versión aspiracional de ella. ¿Y qué ocurre del otro lado de la pantalla? Un público que se compara se frustra y, en muchos casos, se odia. El problema no es lo que vemos, sino lo que creemos que nos falta para parecernos a eso.
Pero la perfección no existe. Es una ilusión peligrosa porque nunca se alcanza, y en su persecución se puede perder todo: la salud mental, la espontaneidad, la alegría, la autenticidad. Peor aún, convierte nuestras relaciones en transacciones: si no cumples mis expectativas, no eres suficiente. Si te equivocas, te cancelo. Si no encajas, te excluyo.
Este sesgo también nos vuelve jueces implacables de los demás. Exigimos pureza, coherencia total, impecabilidad. No toleramos los matices ni las contradicciones. Olvidamos que lo humano es precisamente eso: contradictorio, imperfecto, complejo. Y al negar eso en los demás, también nos lo negamos a nosotros.
La libertad real comienza cuando dejamos de aspirar a la perfección y empezamos a vivir con integridad. Con errores, sí. Con tropiezos. Con cicatrices. Pero también con compasión, con crecimiento real y con una autoestima que no se derrumba al primer fallo.
Porque no se puede vivir toda la vida mirando de reojo al vecino. No se puede amar lo propio mientras se odia el reflejo del otro.
Una vida en competencia es una vida vivida para nadie. Y quien vive para vencer a los demás, termina por olvidarse de sí misma.