¿Es usted el que tiene prisa?
La prisa es uno de los mayores males de los tiempos modernos. Es como si todo el mundo deseara acelerar todos los acontecimientos a su alrededor en un período de tiempo muy corto. Y, la educación de nuestros niños no escapa a la regla. Muchos valores que antaño guardábamos con demasiado recelo, ahora se hacen a un lado sin mayor miramiento.
Cuando nuestro hijo procede con infantilismo, a los cinco años de edad, por ejemplo, le decimos: “¿por qué no te portas como un hombrecito?” Cualquier persona sensata sabe que no es un hombrecito. Pero queremos que el niño actúe como si fuera un adulto, no porque sea bueno para él, sino porque es conveniente para nosotros. Quizá no porque creamos que eso sea lo correcto, sino porque estamos impacientes. Robamos a nuestros hijos cuando los hacemos trasponer la infancia. A nosotros mismos también nos engañamos porque perdemos la oportunidad de dejarnos contagiar por su inocencia, su curiosidad espontánea, su admiración natural, su alegría sin restricciones. Muchas veces nuestra impaciencia impide el desarrollo de grandes inteligencias y de grandes almas, porque nos olvidamos que la asimilación del bien es un proceso lento. Cierta vez un padre le preguntó al director de una universidad si no podría simplificarse el programa escolar, para que su hijo pudiera “ir por un camino más corto”. –Sin ninguna duda, contestó el educador. Todo depende, sin embargo, de lo que usted quiera hacer de su hijo. Cuando Dios quiere hacer un roble, por ejemplo, lleva cien años. Cuando quiere hacer una calabaza, precisa apenas de tres meses. Es común que nos olvidemos que los engranajes de nuestras vidas están interconectados con los del Creador. Siendo así, como los dientes de los engranajes de los planes de Dios son más fuertes que los de los nuestros, cuando aceleramos más que Dios, los nuestros se rompen. Y, por esa razón, nos cansamos, nos despedazamos. La naturaleza nos da muchas señales de que nuestro ritmo alucinado no es normal. Cuando salimos de los lugares abarrotados, huimos de los horarios y andamos entre los árboles que crecen despacio y las montañas silenciosas que parecen estar siempre tranquilas, absorbemos un poco de la serenidad y de la calma de la naturaleza. Pero jamás debemos confundir paciencia con pasividad, inercia, esperando que hagan todo por nosotros. Paciencia es determinación de empezar temprano o usar el tiempo para realizar cosas útiles. La mejor ilustración de todo esto puede ser el caso de la niña que le dijo a su madre, luego que una señora de cabellos canosos se marchó al terminar la visita que hacía en su casa: “si yo pudiera ser una anciana así, tan simpática y tan buena, no me importaría envejecer”. –Está muy bien, le contestó la madre. Si tú quieres ser una anciana como ella, es conveniente que empieces ahora, pues ella no se ha vuelto así con apresuramiento.
¡Piense en ello! El Sol tarda todo el tiempo que le es necesario para nacer y ponerse. No es posible apresurarlo. El hielo en el lago se derretirá cuando la temperatura del aire sea apropiada. Las aves migratorias llegarán y partirán cuando estén listas para eso. Incluso las invenciones, sobre las cuales el hombre, aparentemente, ejerce control total, llegan en el tiempo apropiado, cuando la oportunidad ha madurado y la cultura está preparada para recibirlas. Una vez más el Maestro de Nazaret tenía razón cuando decía: “primero la hierba, después la espiga, y por último el grano lleno en la espiga”. Quiso decir con eso que todo viene a su tiempo, sin prisa ni desespero. ¿No lo cree usted así amigo lector? Piénselo un poco. Que tenga un buen día.
Luis Humberto.