Los hijos son como los buques
“Al mirar un buque en el puerto. Imaginamos que está en su lugar más seguro, protegido por un fuerte amarre. Sin embargo, sabemos que está allí preparándose, abasteciéndose, y alistándose para zarpar, cumpliendo con el destino para el cual fue creado, yendo al encuentro de sus propias aventuras y riesgos.
Dejando su estela, y dependiendo de lo que la fuerza de la naturaleza le reserve, tendrá que desviar la ruta, trazar otros rumbos y buscar otros puertos. Pero retornará fortalecido por el conocimiento adquirido, enriquecido por las diferentes culturas recorridas y habrá mucha gente esperando feliz en el puerto para celebrar sus millas navegadas. Así son los hijos, tienen sus padres como puerto seguro, hasta que se tornan independientes. Por más seguridad, protección y manutención que puedan sentir junto a sus padres, los hijos nacieron para surcar los mares de la vida, correr sus propios riegos y vivir sus propias aventuras. Cierto es que llevan consigo los ejemplos adquiridos, los conocimientos obtenidos en el colegio, pero lo más importante que llevan en el interior de cada uno, en el timón de su corazón, es la incansable búsqueda de la felicidad. El lugar más seguro para el buque, es el puerto. Pero el buque no fue construido para permanecer allí. Los padres piensan que son el puerto seguro de sus hijos, pero no pueden olvidarse que deben prepararlos para navegar mar adentro y encontrar su propio lugar donde se sientan seguros, con la certeza de que deberán ser en otro tiempo, un puerto seguro para otros seres, sus nietos. No podemos trazar la ruta de nuestros hijos, lo que si podemos es ayudarlos a que lleven un buen equipaje lleno de valores como humildad, solidaridad, honestidad, disciplina, gratitud y generosidad. Podemos desear su felicidad, pero no ser felices por ellos. No podemos seguir su travesía, ni ellos descansar en nuestros logros. Los hijos deben hacerse a la mar desde el puerto donde sus padres llegaron y como los buques, partir en busca de sus propias conquistas y aventuras. Con la preparación suficiente para navegar un largo viaje llamado vida, impartido por quienes tuvieron la certeza de que sólo quien ama, educa. ¡Cuán difícil es soltar las amarras y dejar zarpar el buque! Sin embargo el regalo de amor más grande que puede dar un padre a sus hijos, es la autonomía. ¡Hijos, buen viento y buena mar!”.
Esta excelente reflexión de Juan Carlos Fernández, un consultor de productividad y desarrollo humano independiente, pone el dedo en la llaga de muchos padres, quienes pretenden por innumerables e injustificadas razones, hacer de sus hijos verdaderos parásitos sociales, incapaces de producir su propio bienestar y el de los suyos, a quienes arrastran en sus constantes fracasos por no haber crecido lo suficiente al permanecer por demasiado tiempo dentro de la casa paterna y en muchos de los casos, junto a su madre, quien abogó por ellos hasta el cansancio para no dejarlos partir. Las raíces profundas crecen en la intemperie, lejos del cobijo y la protección y forja árboles fuertes y grandes que permanecen incólumes ante las tormentas de la vida. Saben qué hacer, esquivando los embates y protegiendo a su familia. Lección que deberían aprender muchos padres protectores y alcahuetes. ¿No lo cree usted así amigo lector? Piénselo un poco. Que tenga un buen día.
Luis Humberto.