El mundo contemporáneo
“El mundo contemporáneo es un atisbo de la realidad, una visión mediada por los demás, llena de apariencia, de falacias, de incertidumbres, de irrealidades. Nos encontramos ante una sociedad con miedo, con cámaras por doquier y nada de descanso. Vivimos con la falsa necesidad de tenerlo todo al instante, de comprar lo último en la moda, de mostrar nuestros momentos más sentimentales en las redes sociales donde aparentamos y nos vemos felices, queremos consuelo y simulamos tristeza, y así todos parecen creerlo.
Vivimos con marcas comerciales por todo el cuerpo que parecen estar tatuadas en cada centímetro de nuestra piel. Deseamos pertenecer y ser distintos al mismo tiempo y las empresas lo saben. Criticamos a los demás y vivimos felices bajo esas rutinas al ver que alguien prueba su estatus y clase social a través de las redes sociales, que compra un nuevo objeto que todos desean y lo único que hace es subirlo a Facebook, aunque nunca en su vida lo ocupe. Vivimos en una realidad irreal, parecida a la distopía ficticia a la que esperamos nunca llegar. Las mujeres más hermosas y jóvenes se fijan en hombres mayores, horribles y con mucho dinero para obtener lo que anhelan. Queda de lado la felicidad real, el bienestar emocional, porque las emociones ahora se centran en la apariencia, en mostrar lo que no somos y querer lo que no tenemos, porque el anhelo a lo prohibido nos mueve y nos hace girar ante el mundo que piensa igual que nosotros. Todos formados, con una marca en el pecho que dice “consumo”, nos dirigimos a la inevitable incertidumbre de no pertenecer, de ser excluidos si no tenemos las ventajas de encajar. El mundo está prefabricado; la comida es enlatada, la ropa, los programas de televisión y nuestra visión del mundo son como los gobiernos la imaginaron, como los políticos quieren, como el sistema manda que debe ser. No vivimos para cuidar a otro ser, a la naturaleza o a los animales, vivimos para cuidarnos, para enriquecernos, para lograr el poder absoluto que nos haga más fuertes que al resto. Los recursos que tenemos se acaban lentamente, pero nos cuesta trabajo entender esta premisa. Buscamos el placer inmediato, nos volvemos una sociedad con la cultura del placer inmediato, del lujo eterno, de las pasiones efímeras, tal como diría Gilles Lipovetsky. “La tecnología nos encadena, nos dedicamos a ser más populares en un mundo virtual, nos divertimos sólo en apariencia”. Mientras el mundo se diversifica y cambia afuera, por dentro todo permanece bello, triunfan los estándares de belleza que impone Photoshop, los lugares más hermosos que vemos en Swarm, las fotografías de los paisajes en Instagram o los artículos lujosos que nos encantaría tener de Pinterest. Nos creemos cultos e informados porque desplazamos sin criterio en Twitter y vemos lo que los medios, nuestros amigos y gente famosa, escriben o hacen. Queremos ser como ellos y repetir el estereotipo gastado de hipsters, hippies, anarquistas o metrosexuales. Nos parece cada vez más normal la industria sexual, la que domina al mercado y se incrusta en todos los medios de comunicación. Buscamos ver más curvas, más sexo, más penes, vaginas y pechos. Banalizamos las relaciones, nos da lo mismo tener sexo con alguien conocido o desconocido, hacemos citas a través de aplicaciones telefónicas para buscar amor, encuentros sexuales o simplemente contacto físico. Ya nada nos sorprende, las películas tienen sexo real y ni siquiera nos inmutamos ante el hecho. Los poemas nos parecen vacíos, la literatura requiere de un ingrediente sexual para triunfar y si añades la palabra erótico o sensual a una frase, sabes que su éxito está garantizado. La fe de las personas se acaba o se exalta. Miles acuden a otros sitios para buscar consuelo en donde las grandes entidades religiosas no lo logran. Se abren más y más centros de ayuda que prometen la curación, la salvación, la gloria, una nueva vida lejos de los problemas que nos aquejan. La religión se convierte también en una industria de sueños, de vivencias y aventuras. Todos los hombres cumplen un papel fundamental: sanadores, dioses, curas, Papas, sacerdotes, todos una figura masculina; las mujeres, relegadas mas no en el olvido, cumplen papeles menos complacientes: incitadoras, monjas que no pueden siquiera oficiar una misa y no hay más, la religión machista que desde la Edad Media dominó, aunque diversa en otras miles de religiones, cumple las mismas funciones con los mismos actores. Todo es negocio y si no lo creen, basta con ver las iglesias llenas de oro y los feligreses paupérrimos que acuden en harapos. La medicina ya no está más al servicio de las vidas, sino de los patrones, los multimillonarios del negocio farmacéutico. Las medicinas funcionan para mantener esclavizados a los enfermos no para curarlos, una vez enfermos con una infección grave, sólo nos queda atenernos al único remedio que conoce la ciencia, pero escépticos ante las curas más naturales, continuamos un juego infinito de medicamentos inacabables que nos llevarán, más tarde, al deceso. Ya pobres, sin esperanza de dejarles algo a nuestros familiares que sobreviven”.
Tal como lo afirma la reflexión anónima anterior, hemos desvirtuado sin recato la convivencia familiar, las relaciones interpersonales en el trabajo, en la escuela, en aras del condenado dinero y el anhelado poder, producto de la incansable búsqueda del hedonismo y la presta satisfacción, muchas veces fuera de nuestro alcance, aunque nos endeudemos, tal como nos lo promueven principalmente la televisión e Internet. Si esto es peligroso en adultos, imagínese usted en jóvenes y adolescentes. Somos una sociedad desbocada con un único fin, el dinero. Amén de lo que diga la doble moral que practiquemos todos, que todo lo niega teniendo argumentos retóricos para todo. ¿No lo cree usted así amigo lector? Piénselo un poco. Que tenga un buen día.
Luis Humberto.