25 de Noviembre de 2024
 

Panoramas de Reflexión

El mendigo del parque

 

“Se acercaba mi cumpleaños, quería pedir un deseo especial al apagar las velas de mi pastel. Caminando por el parque vi a un mendigo que estaba sentado en uno de los bancos, el más retirado, viendo las palomas y los patos que revoloteaban cerca del estanque, y me pareció curioso ver cómo un hombre de aspecto abandonado, miraba esas palomas con una sonrisa que emanaba ternura y alegría, por lo que decidí sentarme a su lado.

Mi intención era preguntarle qué lo hacía tan feliz. Yo me sentía dichoso y completo, pues estaba orgulloso de mi vida y de mis bienes y no me faltaba nada. ¡Al contrario! Yo tenía un buen trabajo que me agradaba y me dejaba mucho dinero, con lo que podía satisfacer todas las necesidades y hasta los caprichos míos y de mi familia. ¿Y cómo no poder hacerlo, si después de todo, yo trabajaba tanto para lograrlo? ¡Ah, mis hermosos y amados hijos! Gracias a estos esfuerzos, no les faltaba nada y podían tener todos los juguetes que desearan. En fin, gracias a mis interminables horas de trabajo, ni a ellos ni a mi dulce esposa les faltaba nada, nada. Me acerqué entonces a aquel misterioso vagabundo sonriente y le pregunté: –Disculpe, quisiera preguntarle algo, si me lo permite. El hombre me miró sin decir palabra, pero con su sonriente rostro mudo me decía “usted dirá”. – ¿Qué pediría usted como deseo si hoy fuese su cumpleaños? El hombre me siguió mirando sin alterar su sonrisa en lo más mínimo. Aún desde antes de acercarme a él, yo ya imaginaba su posible respuesta: Dinero; lo cual me permitiría sentirme muy satisfecho al darle un par de billetes y haber hecho mi buena acción del año. Me fui de espaldas al escuchar su respuesta y ver que en ningún momento aquel hombre perdiera su amplia y relajada sonrisa: –Es curioso que me lo pregunte. En realidad, si pidiera algo más de lo que ahora tengo, sería terriblemente egoísta. Yo ya he tenido de todo lo que un hombre necesita en esta vida, y mucho más. Vivía con mis padres y un hermano, antes de perderlos a todos hace ya algunos años en un trágico accidente. Tanto mi padre como mi madre eran personas maravillosas que se desvivían por darme todo el amor que podían, aún a pesar de nuestras limitaciones económicas. Cuando los perdí sufrí mucho, no se imagina cuánto. Pero entendí que hay otras personas que nunca, ni por un momento tuvieron el privilegio de conocer ese tipo de amor que yo recibí de mis padres y que yo les daba a ellos, y entonces me sentí agradecido con la vida, el sufrimiento se desvaneció casi de inmediato, y me sentí mucho mejor. Cuando yo era muy jovencito me enamoré perdidamente de una niña de mi barrio. Cuando crecimos un poco más, un día nos dimos un beso, con gran ternura y delicadeza. El amor que nos teníamos crecía por instantes. Un día su familia se fue a vivir a otra ciudad y cuando ella se fue, mi corazón sufrió terriblemente. A veces recuerdo ese momento y pienso en todas esas personas que nunca han conocido ese amor tan limpio y tan exquisito, y no puedo menos que sentirme agradecido por haberlo conocido, y me siento mejor. Recuerdo un día en que, caminando por este mismo parque, un niño que corría tratando de atrapar una mariposa, de pronto se tropezó y cayó, dándose un fuerte golpe. El pobre niño lloraba desconsoladamente. Me acerqué para ayudarlo a levantarse y le sequé sus lágrimas con la punta de mi camisa, que ese día estaba limpia, y jugué con él unos instantes para distraerlo. Fue sólo unos minutos, pero me sentí padre de ese niño, y me sentí feliz porque hay tantos hombres que aunque tienen hijos y no saben lo que se siente ser padre, y yo lo había sentido aunque fuera por un instante. Ha habido veces que en invierno he sentido frío, y por supuesto, hambre. Entonces recuerdo la sabrosa comida que mi madre nos preparaba, muy “a lo pobre”, pero sabía tan deliciosa, porque nos la preparaba con todo su cariño, y recuerdo el calor de nuestra pequeña casita, y entonces me siento mejor, porque es un privilegio tener comida y un hogar calientito, cuando hay tantos que nunca lo han tenido y tal vez nunca lo tendrán. A veces alguna persona me regala alguna pieza de pan, a veces ya duro. De todos modos yo lo acepto y lo agradezco, y siempre busco a alguien para compartirle un pedazo, porque el placer de compartir lo que se tiene, con quien lo necesita, es algo más grande de lo que yo pueda describir, y créame, hay tanta gente que aunque tengan muchas cosas, nunca han conocido ese enorme placer que da el compartir. Así que, mi querido amigo, ¿qué más podría pedirle yo a la vida, si ya lo he tenido todo? Y soy muy consciente de ello, porque cuando me acuerdo, hasta se me pone la carne de gallina, y créame que me sucede muy seguido. Puedo ver la vida, toda, desde lo más simple, como aquellas palomas que están jugando junto al estanque con los patos. ¿Qué necesitan ellas? Lo mismo que yo: ¡Nada! Ellas y yo estamos muy agradecidos al cielo porque nos ha regalado la vida y nos permite disfrutarla, y yo sé que muy pronto usted también lo estará. Sus palabras quedaron resonando en el interior de mi cabeza y yo me quedé inmóvil, mudo, mirando al suelo sin mirar nada, absorto en aquellas sabias palabras de ese gran hombre, cuya sencillez desbordante me había abierto los ojos. Después de un momento levanté mis ojos nublados por lágrimas que no habían alcanzado a escurrir, pues necesitaba ver nuevamente el rostro apacible de aquel hombre. Para mi sorpresa, ya no estaba allí. Pareciera que se hubiese esfumado. Sólo quedaban las palomas que seguían jugueteando junto al estanque. De pronto me invadió un arrepentimiento enorme de la forma en que yo había caminado por la vida, sin haberla realmente vivido. Lo que sí pude percibir es que en lugar donde el hombre estaba, había quedado un sutil aroma apenas perceptible, pero que poco a poco se hacía más evidente, como si fuera un buqué de flores silvestres y hierba fresca que no había en ésa época del año, que me inundaba y me llenaba de una paz que hasta ese momento no había conocido. Yo no era muy creyente, pues aunque mis padres eran buenas personas, eran algo apáticos para esas cosas, así que yo ni siquiera pensaba en ello. Sin embargo no pude evitar pensar que aquel hombre era un Ángel, que disfrazado de mendigo, había sido enviado “de allá arriba” para traerme el más preciado regalo que se le puede dar a cualquier ser humano: La humildad”.

La anterior es una historia de dominio público de amplia difusión en Internet, que nos invita a reflexionar acerca de nuestra existencia y comportamiento. Pensemos un poco que la vida está llena de pequeños detalles que son los de mayor valía y que inundan a diario nuestra presencia en este mundo, lleno también de odio, ambición y poder. Seamos más humildes y respetuosos de los derechos de los demás. ¿No lo cree usted así amigo lector? Piénselo un poco. Que tenga un buen día.

 

Luis Humberto.



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