Nostalgias Martinenses
Muchos años después, frente al crucero de Melchor Ocampo y Morelos, había de recordar aquellas mañanas soleadas al sonar las once en punto, cuando el legendario profesor José Trinidad González Vera hacía sonar su silbato para anunciar la añorada hora del recreo. Martínez era entonces un pequeño pueblo, todavía de muchas casas de adobe construidas con puertas y ventanas de madera y teja de barro francesa “Cola de Pato” o tradicional, en calles cercanas todas a la vera del río “Bobos”, corriente de aguas cristalinas; poca gente en las mismas se veía y alguno que otro pregonero anunciando sus mercancías.
Todos los días, después de anunciado el recreo, el maestro Trini cruzaba la calle para dirigirse al “Mocambo”, la tienda de la esquina, a tomarse una cervecita. Yo lo miraba porque le pedía permiso para ir a la tienda que era de mi tía Florita. Al entrar por una de las puertas principales de la tienda, se podían divisar, a un costado de cada una, escobas de palma y trapeadores de madera en estantes especiales de estructura metálica para exhibirlos. Bolsas de papel con asas colgadas de las paredes y una amplia gama de latería, empaques, veladoras, y abarrotes en general, se apreciaban en estantes detrás del mostrador. Sobre éste, se encontraban dos grandes exhibidores con pomos de cristal donde se guardaba una gran variedad de dulces, chicles y galletas, así como también una antigua báscula y una pequeña vitrina para guardar queso fresco. Con el cuerno tratado de una vaca que servía de asa y cucharón, se despachaba azúcar contenida en una caja de madera forrada de lámina galvanizada. Me llamaba mucho la atención una vitrina vertical giratoria de madera de cedro barnizado que se encontraba cerca de una de las puertas principales. En ella se exhibían lápices, lapiceros, lámparas sordas y baterías para las mismas; repuestos de focos para lámpara, refacciones para lapiceros, cuadernos de a 20 centavos, hojas y sobres para cartas, carretes de hilos y agujas, y muchas otras cosas más. En esa vitrina se encontraban pegados al cristal algunos billetes auténticos emitidos por el gobierno de Chihuahua en épocas de la revolución, y otros billetes antiguos que hasta en una ocasión algunos hampones penetraron al establecimiento para robarlos. A esa tienda entraba todo tipo de personas, gente del pueblo, conocidos todos que acudían a tomar su cervecita para convivir con los amigos en ameno ambiente. Eran otros tiempos, la gente no estaba tan maleada. No era una cantina, podían entrar mujeres y niños, la cerveza se despachaba en la trastienda y en sana convivencia. Afuera del Mocambo sobre la calle Morelos, casi en la esquina, se ponía todos los días el puesto de deliciosas aguas frescas de don Toño, un hombre robusto, muy moreno y chaparrito, que con un manteado sostenido por dos garrochas de tarro y tensada la manta con un mecate de henequén amarrado a dos grandes piedras, armaba su puesto. Cinco vitroleros de cristal sobre una rústica mesa de pino, con aguas de diferentes sabores; limón, piña, sandía, tamarindo y Jamaica, la más de las veces, enfriadas con trozos de barras de hielo “El Popo” que le pasaba a surtir don Pancho en su triciclo azul con salpicaderas blancas.
Nato cargando el mandado de las señoras que salían del mercado con el recaudo, para ganarse unos veintes, se les veía pasar por la cuadra. Martín, el cieguito indigente del pueblo, giraba en círculos concéntricos con un radio colgado a su pecho pidiendo limosna en la esquina de la Mueblería “El Puerto de Vigo”, frente a la Iglesia sobre la calle Hidalgo, y a veces, sobre la avenida Maximino Ávila Camacho. Por hoy hasta aquí. Que tenga un buen día.
Luis Humberto.